Paola Gallo: Historia de una Infamia.

Por. Luis Román


(1º Parte).

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía:
Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar…
El ingenio de Francia de su boca fluía.
Era llena de gracia, como el Avemaría;
¡Quien la vio no la pudo ya jamás olvidar!
Amado Nervo

I
En Julio del 2000, el empresario Eduardo Gallo fue conocido por dos hechos trágicos: el secuestro y muerte de su hija Paola, cuando ya había pagado el rescate. Semanas después, la policía de investigación del Estado de Morelos, detuvo a tres de los secuestradores. Sin embargo, el Gallo, no quedó satisfecho, para él, faltaban más integrantes de la banda. De este modo, inicio por su propia cuenta una investigación que lo orilló a contratar dos guardaespaldas, y solicitar un permiso para portar armas. Al final, su búsqueda rindió frutos: logró por sus propios medios la captura de dos maleantes, uno de ellos. El homicida de Paola.

II
El empresario Eduardo Gallo vivió el tremendo dolor de ver secuestrada y asesinada a su hija Paola, de 25 años en julio de 2000. Estaba casado y con dos hijos, ya mayores, a los que adoraba; poseía una mansión en una arbolada zona residencial de México DF y una segunda casa en el pueblo semitropical de Tepoztlán, a hora y media de la capital. Antiguo director de una cadena nacional de hoteles, Gallo poseía su propia empresa de consultoría en la época en la que secuestraron a Paola. “Ocurrió en un momento muy feliz de su vida”, me cuenta Gallo. “Acababan de darle el empleo fijo que deseaba en una escuela y acababa de terminar su tesis para obtener la licenciatura en Psicología. Tenía 25 años y toda la vida por delante”. Para celebrar su buena suerte, el viernes 7 de julio del año 2000 fue a pasar el fin de semana en la casa familiar de Tepoztlán, en el Estado de Morelos, con siete amigos. Todo cambió para siempre a las dos de la mañana del domingo, cuando irrumpieron en la casa tres hombres, vestidos de negro, con los rostros enmascarados y una pistola automática cada uno. Ataron a los siete y después de saquear todo lo que podían se llevaron a Paola.
El domingo 9 de julio, poco después de las cuatro de la mañana, empezaba la de Gallo. “Me llamó una de las amigas de Paola. Me volví loco. No podía ser cierto. Por mi cabeza pasaron cuatrocientas ideas en una fracción de segundo. Pero entendí que tenía que ser verdad. Y entonces pensé: No caigas en el pánico. Pronto estará de vuelta en casa. Será uno de esos secuestros exprés de los que hemos oído hablar. Enseguida se pondrán en contacto conmigo, pedirán una cantidad razonable y nos la devolverán”.
El día transcurrió con una lentitud angustiosa, sin que se supiera nada de Paola. “Hasta las ocho de la noche, hora en la que sonó el teléfono, pero cuando descolgué, ya habían cortado. Ocurrió tres veces. La guerra de nervios había comenzado”. El primer contacto de produjo a las nueve en punto, 17 horas después del secuestro. “Queremos dos millones de pesos o, si no, le haremos daño, advirtió una voz. ‘No lo tengo, no lo tengo, respondí’. Dos millones, repitió, y colgó. Me volví loco, pero los tipos de la entonces Policía Federal Preventiva me dijeron que me tranquilizara, que no era más que un inicio de la negociación.
Los secuestradores volvieron a llamar el martes por la mañana y por la tarde, siempre con amenazas de hacer daño a Paola y siempre con los ruegos de Gallo de que no lo hicieran. Por la noche, permitieron que se pusiera la propia Paola al teléfono. “Me dijo que no la habían lastimado y -por supuesto de acuerdo con las instrucciones de ellos- que tenía que pagar, tenía que vender los coches y la casa. Yo sólo pude responder: ‘Te amo, hija, te amo’. Y ella: ‘Lo sé, lo sé, yo también te amo, papá…’. Colgaron, y ésa fue la última vez que hablé con ella”.

III
Esa semana habló con ellos en repetidas ocasiones hasta que el sábado empezaron las negociaciones de verdad. “Les dije que tenía 175.200 pesos en efectivo y algunas joyas que podía darles. Dije que el lunes podía reunir otra buena suma porque iba a vender mi coche. Me insultaron y colgaron con brusquedad. Temí lo peor, pero siguieron llamando varias veces a lo largo de la noche. Todas las veces preguntaban: ‘¿Cuánto tiene?’. Y todas las veces les repetía lo que ya había dicho. Recién pasada la medianoche, llamaron para decir: ‘De acuerdo. Traiga el dinero”.
Gallo fijó con los secuestradores el sitio en el que se iba a hacer la entrega del dinero y, tal como se había previsto, envió a un valiente empleado suyo -si iba el propio Gallo, corría peligro de que le secuestraran también a él- al lugar indicado. El domingo 16 de julio, a las cuatro y media de la mañana, los secuestradores llamaron para decir que habían recibido el dinero e iban a soltar a Paola. “De nuevo comenzó la espera. Que era aún peor que antes, por el ansia de oír la voz de Paola para anunciar que la habían dejado ir”.
“A la una de la tarde llegaron otros agentes de la PFP a casa. Unos nuevos, a los que no conocía. El corazón se me encogió. No quería dejarles entrar. Pero entraron y dijeron: ‘Queremos que nos acompañe a Cuernavaca’ [la capital del Estado de Morelos]”. Cuarenta y cinco minutos después estaban en la Procuraduría, “un lugar en el que nadie sabía nada, a nadie le importaba nada, un lugar que me da asco sólo con recordarlo”. Después le llevaron al depósito de cadáveres. “Sólo con verle el cabello supe que era ella. Un hombre iba a retirar la sábana, pero le grité: ‘¡No, lo hago yo!’. Y allí estaba, muerta. Me senté a su lado y lloré”.




IV
Hasta aquí la crónica periodística del secuestro y muerte de Paola Gallo, una joven psicóloga que encontró un fatal desenlace a manos de una cruel banda de secuestradores.
¿Porqué hablar hoy de ella a más de 19 años de su muerte? En agosto de 2017, accidentalmente y por azar, adquirí parte de la biblioteca personal de Paola Gallo, con la cual se auxilio para escribir su tesis de licenciatura en psicología por la Universidad Iberoamericana. Y desde entonces han ocurrido hechos dignos de compartir.

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