Luis Enrique

Fue el mejor de los tiempos,
Fue el peor de los tiempos
La edad de la sabiduría y
También de la locura.
Todo lo teníamos y
Nada teníamos…
Historia de Dos Ciudades
Charles Dickens
I
Viernes 27 de agosto, el día amaneció nublado, la tarde trajo viento. Las nubes grises y blancas conformaron ventanales de ese azul cielo que deja ver los claro oscuros. Hoy la tarde es una enorme paloma con las alas abiertas. Hoy nos has invitado a darte el último adiós hermano. Estás ahí, en ese féretro, compartiendo el dolor de tu familia y también muchos de tus buenos recuerdos.
¿Quien de nuestra generación no pasó privaciones? En aquellos años, la pobreza no existía. Éramos niños y lo importante era vivir.
Ya adultos, mis hermanos Gloria, Francisco, y Néstor, recordaban tu audacia y solidaridad como hermano mayor. Aquellos diciembres, cuando las calles del barrio no sólo se iluminaban de grandes focos de las series, sino también, las casas lucían faroles de papel, y los vecinos adornaban las calles con lazos de heno y cajitas de regalo que cruzaban de lado a lado.
Los mercados lucían las frutas del ponche y de las piñatas. Todas esas tentaciones infantiles que estaban fuera de nuestro alcance.
Pero no importaba que los padres no pudieran comprar una piñata, un kilo de fruta de la temporada o lo que fuera. Ahí estaba Enrique, el niño travieso, de sonrisa picara y ojos vivaces para arriesgarse y compartir las frutas de las piñatas.
Mamá no los dejaba salir a la calle, era peligrosa; menos a las posadas del barrio. Había mucho borracho. Así que alguien tenía que correr el riesgo de ir a escondidas a una de las tantas posadas, infiltrarse como invitado, esperar las letanías y esperar la hora de que se rompiera la piñata. Eso no importaba. Lo relevante era el botín: la fruta la temporada.
Nadie mejor que “Melín” para esa misión suicida. “¡Ahorita vengo, no le digan a mi mamá dónde fui!” les decía a mis hermanos.
Era cosa de esperar que la noche cayera, que los faroles de las casas se encendieran, que los tocadiscos se escucharan. Y cuando comenzaban a aglomerarse los niños y adultos para organizarse quien iba a pedir posada y quien daría la bienvenida. Ahí estabas Enrique, para hacerte el aparecido. La misión se echaba a andar.
Terminadas las letanías, venía la hora alegre, romper la piñata, eran dos o tres, y se formaban los niños y tú también. ¡dale, dale no pierdas el tino! Y ¡Pum ¡uno, dos o tres golpes a la piñata en forma de estrella y de olla de barro, hasta que se quebrara, y como una grieta del amanecer, se asomaba la fruta…una…dos…tres frutas cayendo y los chamacos corriendo, empujándose, ¡todos a agarrar la fruta! La adrenalina corría.
Llegabas después de una o dos horas, todo salpicado de confeti en el cabello, todo sucio, pero siempre con uno o dos picos de la estrella llenos de fruta. Y la repartías sin menoscabo de nada. Les traías alegría a los hermanos. La noche era otra comiendo una lima, una naranja, una jícama, o una colación.
Le habías robado un pico a la estrella. Hoy hermano, la noche está más iluminada. Está llena de estrellas, y desde hoy el cielo tiene una más. Estás tú, desde allá mirándonos. ¡Gracias por aquellas posadas Enrique! ¡Por aquella fruta que sabia a delicia, a eternidad!