Por Mónica García-Durán

El Mundial 2026 no es solo un torneo de futbol: es el proyecto trinacional más ambicioso que han emprendido México, Estados Unidos y Canadá en décadas. Es infraestructura compartida, capital político invertido, turismo masivo, cooperación de seguridad, imagen internacional y un ensayo general del tipo de Norteamérica que estas tres naciones quieren —o pueden— construir juntas.

En un momento donde las tensiones comerciales por el T-MEC, las políticas migratorias y la volatilidad económica marcan la relación, el torneo se vuelve una vitrina geopolítica. Cada nación llega con motivaciones distintas, ritmos distintos y prioridades internas que condicionan la foto conjunta.

El Mundial 2026 será la primera Copa del Mundo en tres países a la vez y el primer torneo expandido a 48 selecciones. Solo esa logística explica por qué el evento es una prueba mayor para la coordinación trilateral: movilidad de miles de visitantes, sincronización de seguridad, homologación migratoria temporal, control aeroportuario y un circuito de estadios que conecta desde Vancouver hasta Ciudad de México.

Para Estados Unidos, anfitrión dominante, la Copa del Mundo es una oportunidad política. El presidente Donald Trump ya anunció su presencia en el sorteo en Washington, enviando un mensaje claro: el torneo es parte del imaginario del “nuevo liderazgo estadounidense”.
EE.UU. quiere capitalizar la visibilidad global, reforzar su narrativa de potencia organizadora y mostrar músculo logístico rumbo al 250 aniversario de su independencia en 2026.

En el caso de Canadá, aunque su presencia mediática ha sido más discreta, el Mundial representa una pieza estratégica para su economía del turismo, su imagen multicultural y su posicionamiento diplomático como socio confiable.

Es también una plataforma para impulsar inversión en ciudades como Toronto o Vancouver y reactivar corredores aéreos que necesitan recuperación tras años de estancamiento.
México enfrenta un doble filo. Por un lado, es una oportunidad histórica: el Mundial es imán turístico, derrama económica y vitrina internacional para tres de sus ciudades más emblemáticas.

Por otro, es un reto político: coordinarse al ritmo de Estados Unidos, garantizar seguridad, justificar gastos de infraestructura y sostener una imagen internacional en medio de tensiones internas.

La decisión de la presidenta Claudia Sheinbaum de no asistir a la inauguración y entregar el boleto simbólico 0001 a una niña indígena es una jugada política que envía un mensaje interno —pero deja preguntas externas sobre el nivel de compromiso diplomático en eventos clave.

El impacto económico del torneo será enorme y desigual. Estados Unidos absorberá la mayor parte de la derrama por volumen de sedes y mercado, mientras que México deberá maximizar beneficios sin perder narrativa propia.
Para las tres economías, el Mundial es una plataforma para atraer inversión, abrir puertas a nuevas cadenas de valor, impulsar infraestructura urbana y promover cooperación turística. Pero también es una medición silenciosa de confianza: cuán bien pueden trabajar juntos estos países cuando las prioridades nacionales divergen.

En lo social, el torneo abre una ventana inédita. La coexistencia de visitantes, aficiones y ciudades de tres países pone a prueba discursos sobre identidad, integración y convivencia.
Para México es una ocasión para mostrar modernidad y diversidad; para Estados Unidos, una prueba de seguridad y migración ordenada; para Canadá, promoción de una identidad abierta y multicultural. El Mundial se convierte así en un laboratorio de convivencia norteamericana.

La política también juega su partido. Con el T-MEC en proceso de revisión, las agendas migratorias ríspidas, y la seguridad fronteriza en debate, el torneo podría operar como un espacio de “diplomacia suave”. La presencia —o ausencia— de mandatarios en eventos claves marcará la narrativa.

Donald Trump asumiendo el centro del escenario político del sorteo muestra la intención de convertir el Mundial en un activo electoral. Claudia Sheinbaum, en tanto, más reservada, mide tiempos. Y el ministro de Canadá, Mark Carney, silencioso, juega a la consistencia diplomática. Tres estilos que hablan mucho de la relación trilateral vigente.

El Mundial 2026 será el examen más visible de qué tan funcional es la alianza norteamericana bajo presión. No es solo futbol: es logística, política, economía, diplomacia e imagen. Lo que ocurra en los estadios será importante; lo que ocurra fuera de ellos será decisivo. En una Norteamérica profundamente interdependiente, el Mundial puede convertirse en símbolo de cohesión… o en recordatorio de la fragmentación.

En fin, el Mundial 2026 esta a punto, este viernes 6 de diciembre, de iniciar el pulso de la coordinación, liderazgo, imagen internacional y capacidad real de cooperación entre líderes tres países sede, en un momento de tensiones por comercio, migración y seguridad.
No es solo futbol: es geopolítica sobre césped.

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