(1º Parte)
– Luis Román –

Escritor y Columnista


“! Me alejó de ti, para siempre,
Pero vas a vivir y lo vas a contar.
Vivirás para contarlo, prométemelo!”
I
Se cumplen 77 años de la liberación del campo de concentración de Auswicht. Sin duda alguna uno de los episodios más terribles del siglo XX. Hace algunos años, 6 años, encontré en una caja de libros en el ejército de salvación, uno que me llamó la atención. De pasta rústica, edición de bolsillo, y no más de 110 páginas, sin editorial comercial. Y supongo una edición familiar. El título es más que lapidante “Vivirás Para Contarlo” de Enriqueta Mondlak de Goldman (sin editorial, México, 1986, 110 pág.).
Enriqueta Mondlak, fue una de las pocas sobrevivientes de Auswicht, después de ese episodio, vino a México en 1947, donde vivió, y murió en 1985. Escribe estas notas en homenaje a su padre, un hombre religioso y devoto de la biblia. Ya en el vagón de tren que los traslado de Varsovia, capital de Polonia al campo de concentración. Su padre, tomó de sus hombres a la niña y le dijo “! Me alejó de ti, para siempre, pero vas a vivir y lo vas a contar. Vivirás para contarlo, prométemelo!” y en ese momento la abrazo, ambos lloraron. Su padre fue relegado a otro tren, nunca más supo de él; pero sus palabras nunca las olvidó.
Después de llegar a los patios fríos de Auswicht, efectivamente, los hombres fueron separados y llevados a las cámaras de Gas, Enriqueta junto con tres de sus hermanos fueron llevadas a las barracas, frente a la mirada burlona, de un hombre que vestía bata de médico y a quien todos parecían tenerle miedo. El doctor Josep Mengele “El Ángel de la Muerte”.
II
La invasión a Polonia por parte de la Alemania nazi, ocurrió el 1º de septiembre de 1939. Con dicha acción, da inicio la segunda guerra mundial. Inglaterra, Francia y USA declaran la guerra al gobierno de Adolfo Hitler. Sin embargo, lo peor y más oscuro de esa guerra de exterminio contra los judíos apenas estaba por comenzar.
Recuerda Enriqueta “cuando llegaron los alemanes a Varsovia fueron brutales y distantes. Se ordenó a los todos los habitantes a cumplir con las siguientes medidas: entregar todo el dinero, joyas y objetos artísticos; en caso contrario la Gestapo entraba a saquear las casas o departamentos; y los judíos podían ser ejecutados ahí mismo. Fue un saqueo inaudito” (Ibíd. pág. 12)
Se comenzó a limitar la presencia de los judíos en su propio país, no podían salir a las calles, ni al mercado, librerías, centros comerciales. De lo contrario se les detendría.
El padre de Enrique era rabino de una sinagoga, al enterarse de que los nazis ordenaron el cierre de las mismas. Recuerda “rescató una colección de libros sagrados y los escondió en casa. Pero los hombres de la Gestapo, tenían espías en todas partes, una noche llegaron y esculcaron la casa hasta que descubrieron la biblioteca que mi papá tenía en el sótano. Lo obligaron a golpes a sacar todos los libros a la calle y prenderles fuego. Mi padre lloró como un niño la quema de sus libros y de los textos sagrados de nosotros, los judíos” (Ibíd. pág. 15).
Los libros que tanto amaba y veneraba el padre de Enriqueta, terminaron calcinados en plena calle. Bajo el régimen nazi, lo único seguro para los judíos, era la muerte. Días después, una tarde de marzo de 1940, “Vinieron los agentes de la Gestapo y nos ordenaron levantarnos, nos sacaron y nos llevaron a los trenes. Esa tarde lloré tanto que las lágrimas se me agotaron” (Ibíd. pág. 17)
Durante el viaje en los vagones, que originalmente eran usados para llevar caballos y ganado. El hacinamiento era real, decenas de personas de pie, ahogándose por no poder respirar bien en ese infierno. Muchos no pudiendo ya controlar las necesidades fisiológicas de orinar o defecar, lo hacían. El hedor era insoportable. Muchos ancianos morían ahí. Los gritos de las personas eran para pedir que se detuviera el tren. Los soldados, que viajaban en el toldo de los vagones ordenaban “! Tiren el cuerpo de ese cochino judío!”. Entonces se abría la puerta y de inmediato, se tiraba el cadáver, y a lo largo de las vías del tren, se podían observar decenas de muertos. Los gritos y llanto de los familiares, eran ensordecedores.
El tren se iba deteniendo, habían llegado a Auswicht, el frio era intenso. Las puertas se abrían, y los gritos de los soldados eran para que bajaran rápido. En la entrada del campo, un arco con una leyenda, daba la bienvenida “Nacht Frei” (El trabajo os Hará Libres).
Los recién llegados tenían que hacer dos filas, de un lado hombres y de otro lado mujeres. Con ella, iban tres de sus hermanos – una mujer y dos varones – esa noche sólo sobrevivían ella y su hermana. Porque quien decidía quien moría o vivía era el doctor.
“Ahí estaba Mengele seleccionado y separando a los bebés de las madres. Con su varita diciendo ‘Tú a la derecha, y tú a la izquierda’. Nunca más volví a ver a mis hermanos, sus miradas me acompañaran hasta el último día de mi vida” (Ibíd. pág. 18).
Una vez instalados en las barracas, se les ordena cambiar de ropa, y se les da un pedazo de madera que servirá de cuchara con la advertencia ‘Si la pierdes, no comes’. Enriqueta recordara que esa misma noche los tatuaron a todos, eran sólo números. Sus nombres se olvidaron.
¿Cómo era Mengele? “los domingos era especiales para él, le gustaba escuchar música, era amante de la música de Beethoven, se quedaba escuchando las sinfonías y en ocasiones parecía no estar en este mundo. Necesitaba estar inspirado para hacer sus atroces experimentos. Seleccionaba a jóvenes varones, más tarde, regresaban castrados y sangrando. Otras veces salían hechos unos vegetales. Yo lo veía casi a diario” (Ibíd. 20)
Enriqueta siendo una niña de 10 años pensaba “Creo que hasta Dios se alejó de nosotros ¿Qué nos quedaba? Sólo la muerte” (Ibíd. 24).
Entre los gemidos de quienes morían en las cámaras de gas, y los gritos de los torturados. Había un espacio para el placer de los soldados y oficiales alemanes. “Budi era una sección especial del campo de concentración, había decenas de prostitutas alemanas y rusas para ellos. Ahí no había dolor. Sólo alcohol, música y placer” (Ibíd. Pág. 25).
Vivir o estar en Auswicht era más que el infierno, se perdía la condición de ser humano. Así lo recuerda Enriqueta siendo una niña de 10 años.

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